En el
plazo de 24 horas vi Amor, la última película de Michael
Haneke, y leí Cuando el capitán salió a comer, los marineros
tomaron el barco, el diario-libro de Charles Bukowski. Han sido dos
aproximaciones al arte de lo más extraordinario. Son trabajos
plenos, extraordinarios y motivadores. En principio, ambas obras son
diametralmente opuestas. Pero eso es la apariencia; la sensación
ante ellas es parecida: la reflexión ante el valor de la vida o, más
aún, el valor de lo vivido. Y ambos trabajos están efectuados por
artistas que se encuentran en la cumbre de su madurez (aunque entre ambas hayan pasado veinte años), que el
universo que se abre hacia atrás es mucho mayor que hacia delante.
Ahí radica el valor de la reflexión que plantean, que no hay que
juzgar, ni comentar ni corregir o asimilar. Es el valor que ellos le
dan y con eso basta.
En su
libro, emerge un Bukowski que reflexiona sobre el oficio del escritor
como sujeto que está anclado, para su desgracia, a la vida o al
menos a lo que no pocos consideran vida. Como suele ser habitual en
él, Bukowski es tan duro como claro, aunque aquí aparece un hombre
que es mucho más que La máquina de follar, el libro por el
que tantos le conocieron. Le salva la ironía, a ratos divertida, a
ratos... vida. Pero su reflexión sobre el ser humano, la deriva en
la que se halla, la cosa esa que llaman vida -“la vida que algunos
viven”, dice Bukowski en plan despectivo, como diciendo que vaya
cosa que algunos han elegido para ver pasar los días, una nada
detrás de otra nada- cala tan hondo como para concluir que nada
merece la pena salvo exprimir, a modo de razón para seguir aquí, la
cosa esta que pasa de forma inexorable. Como acostumbra, Haneke
emplea un hecho o acontecimiento para presentar el momento a partir
del cual llega la reflexión: un matrimonio maduro, que tiene de
todo, o al menos casi todo lo que han querido, que han vivido una
vida intelectual, una vida plena, en la que desarrollaron con éxito
sus vocaciones, afronta el revés de la salud cuando ella sufre un
ataque que finalmente le deja postrada en la cama, sin ser nada de lo
que fue, si poder utilizar su bagaje, su mente, su vida, lo que
fue... que ya no es.
En el
fondo, ambos defienden la necesidad de vivir. De hacerlo al límite
de la experiencia, bien sea corporal, bien sea mental. Lo importante
es que sea, si bien al final del camino, cuando todo está en la
última cuesta abajo, el valor es el mismo, es decir, nada o casi
nada. La vida es lo que es, pongan el adjetivo que quieran, pero ya
que tenemos la opción, pese a todo, pese a que después seamos
conscientes de que es eso, al menos, que sea con M mayúscula. La
única verdad es que todos iremos al hoyo y que todos criaremos
malvas antes que después, aunque hayamos vivido pensando -eso es
vivir, y es que si es que es algo, vivir es pensar-, la proximidad
del último día sea mucho más dura habiendo vivido en condiciones
que no. Es una elección: o vivir viendo como pasan las horas o vivir
sacando fruto de esas horas, pero tomando como libro de estilo lo que
hayamos decidido nosotros, no lo que otros digan que es lo correcto.
Lo segundo, vivir viviendo, vivir pensando, y más aún cuando llega
el final, es mucho más duro, mucho menos recomendable, mucho menos
satisfactorio... Pero, pese a todo, es mejor, porque la vida no
merece la pena, viene, llega y cuando se empieza a pasar, se echa de
menos, aunque echar de menos sea quizá lo más duro. Aún con todo,
es mejor echar de menos la nada, habiendo sido un poco algo, que la
nada absoluta.